Recuerdo
verte años atrás, con tu uniforme de secundaria, con el cabello atado a media
cola, calcetas y blusa blancas, falda a cuadros… Recuerdo que no me hacías caso
en lo absoluto, recuerdo que sólo me ubicabas como “el de lentes”. Muchas
noches llamé a tu casa y colgaba en cuanto oía tu voz, víctima de los nervios
al escucharte, preso de mis emociones que subían y bajaban de mi ombligo al
corazón. Me atreví hablarte el último día de clases, en la despedida de aquella
época en la secundaria… de eso ya son quince años, hoy volví a verte.
Muchas
veces paseaste conmigo durante la prepa, mi primer beso fue contigo: recuerdo
claramente cómo todo alrededor se hizo nada, se hizo nadie, sólo éramos tú y yo
danzando en una luna que brilló durante muchos años. Mi primera vez contigo,
también, y aunque no sabía qué debía hacer, manejé la situación como si tuviera
ancha experiencia. De ahí caminé contigo en la universidad, en mi nueva etapa,
te desvelabas conmigo escuchando todos los monólogos que me aventaba para
explicarme a Heidegger, Nietzsche, Sartre, Aristóteles… y tú aguardabas en el
sillón y en las mesas de diferentes cafeterías sonriéndome, intentando entender
sin lograr detenerme para más explicaciones. Estuviste en mi graduación, en la
fiesta, y estuvimos abrazados todo el tiempo, riendo, besándonos acaloradamente
conforme el alcohol nos entonaba al cantar esas “adoloridas” del mariachi. De
ahí nuestro viaje de graduación fue como una canción de verano, apenas
comíamos, vivimos de noche con los amigos y las mañanas para nosotros.
Celebramos con una cena mi primer trabajo, me comprendiste la primera vez que
me corrieron, callada. Luego festejaste mi primer ascenso, los pequeños logros
que fui obteniendo: mi primer libro (tú fuiste mi primera dedicatoria), el
primer viaje pagado sin ayuda de mis padres; estuviste aquí todo el tiempo y no
te diste cuenta cómo pasaron los años… yo tampoco, a decir verdad. De pronto
hoy volví a verte, y pasamos lado a lado sin reconocernos al instante, tú nunca
te diste cuenta que fui yo quien rozó tu codo, sólo dijiste: “disculpa”, y
seguiste tu camino como aquella última tarde que te vi saliendo por la puerta
principal de nuestra secundaria.
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