viernes, 2 de septiembre de 2011

De los 27; parte I


El beso de Judas fue más leal que el último beso de ella; su nombre se quema en mi boca como brasa sobre papel de un libro viejo si lo pronuncio. Quise esperarla toda mi vida aquella noche que me dijo que se iba, la siguiente, al escuchar la respiración de él en el silencio de la madruga, tronaron mis nudillos y los meniscos de mis rodillas, comencé a caerme en trozos, tuve una lesión en mi mente que aún recuerdo ese sentimiento, ese vacío en el estómago, esa espada atravesando el pecho; esa misma noche me encamé con alguien, el sexo por revancha ha sido de los más sanguinarios momentos que he tenido, sintiéndola a ella por momentos, con ganas inmensas de desgarrarla, asfixiarla, morderla… pero en vez de eso, por cada tortura reprimida cien caricias le regalaba, lloré teniendo sexo mientras la besaba. Sudé sus besos gota por gota… y terminé tendido después durante siete días en mi casa sobre la cama. Veracruz fue el primer viaje de los 27, donde escupí un amor cobarde, mendigo; no había vivido un final tan triste de amor como esa. Le siguió el resto de octubre, noviembre y gran parte de diciembre recobrando fuerza que había perdido. Afiné los sentidos y me volví un perro sin misericordia, deshice mis entrañas y mis pensamientos borrando su rastro, lo hice con fuerza, desde la zona más obscura de mi ser, me valió soltarme entre nuevo cuerpos distintos y hambrientos, todas ellas enjugaron mis lágrimas con sus pechos y sus labios, todas ellas zurcieron sus ignominiosas heridas en mi garganta, en los pulmones, en la memoria… desde la prostituta a la virgen, desde la altanera a la sometida, en cada cadera rompí mi columna vertebral, mis manos, extrayendo su veneno de mis torrentes sanguíneos hasta que sepulté su nombre en una matriz tan ajena y extraña que apenas y guardo memoria de esa mujer. Para la última quincena de diciembre, hablé con ella, borracho, embriagado de dolor, sufrimiento y coraje: hice el mayor ridículo de mi vida, rogué su regreso, me quebré y sentí morir de tristeza, tienen razón, nadie muere de amor. Al otro día, en la tarde de domingo, levanté la mirada, se llenaron mis ojos con sangre, amarla y odiarla dejó de tener sentido. La vomité durante tres días, purgué sus restos, y sacó lo peor de mí cuando volvió a buscarme.
Ella nunca sabrá cuanto la amé, quizás nunca deba saberlo, su corta aventura conmigo logró causar un cambio irreversible en mi alma: pagué con su partida mi pasado, vengado por la maldición de su quimérica conversación y trato. Al final me trató como un niño, burlándose de mi llanto, mofándose de mi existencia. Regresé a mí con más fuerza, herido, mas no derrotado; ya para la primera quincena de enero, no volví a ser el mismo, me enfermé de indiferencia, junté los fragmentos de mi ser que estaban derramados en el suelo, destruí cualquier evidencia que la delatara, aprendí a caminar de nuevo, el fuego de otros vientres secaron los océanos de lágrimas llovidas desde que su ausencia se acomodó a lado de mi cama, donde hubo más de cien veces que me desperté con las travesuras de su fantasma… hasta que me consumí y renací en una madrugada cuando veía al techo; salí al balcón a fumarme el último cigarro de su presente, donde la saqué de mí con nubes blancas; bebí después su olvido: fue entonces que se escribió una nueva era en mis páginas, escritas con la sutileza del calor de la primavera, por encima del frío de cualquier recuerdo, colocándome más allá del bien y del mal.

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