lunes, 10 de noviembre de 2008

Concurso Mundial de Gastronomía

El auditorio estaba lleno: cocineros, cocineras, glotones, los de exigentes paladares, pensadores, eruditos de todas las áreas del conocimiento, críticos, bocas hambrientas, los de anchos corazones y la élite gastronómica, se dieron cita en el certamen mundial de gastronomía. Los jueces eran duros y exigentes, los demás presentes, esperaban una cocina que mostrara el culmen de la excelencia gastronómica en el mundo.
Sonaron las campanas y abrieron las flores, se abrieron las puertas, salieron los jueces, las fanfarrias y… ahí estaban ellos, como monjes encapuchados delante de un altar. Estaban parados frente a las mesas, frente a la majestuosidad de un auditorio que juzgaría sus platillos y años de experiencia en el arte del buen manejo de los sabores.
Uno de los jueces alzó la mano y todos callaron, se apagaron las luces, enseguida sólo una iluminó parte del escenario… Ahí estaba, un hombre de baja estatura, no se le veía edad en la tierra, su piel amarilla hacia que se perdieran sus rasgos viejos o jóvenes. Se movía con mucha disciplina, la gente inmutada prestaba mucha atención; se concentró un sonido similar al de la media noche en un bosque internado en los espesos valles de una tierra virgen. Dijo el nombre del platillo en un idioma apenas reconocido por la minoría, pero se entendió que prepararía una sopa, a la cual había llamado Tierras Añejadas.
El asiático desenvaina un largo sable que solía pertenecer al primer samurái. La pequeñez de su cuerpo reflejaba que él era medido del cielo al suelo, no al revés, pues con una técnica impresionante, demostraba la grandeza y habilidad que se depositaba en sus manos cuando rebanaba los ingredientes que, a simple vista, parecían ser de materiales tan duros que ni antiguos gigantes hubieran podido estrellar con todas sus fuerzas.
Colocó sobre la mesa la prodigiosa hoja de acero, alrededor de ella, los demás ingredientes previamente seleccionados y rebanados. El del continente más grande en extensión territorial, nombró todos los ingredientes expuestos ante un público que observaba detalladamente cada movimiento de su cuerpo, entre estos estaban:
una roca abstraída de la gran muralla china
piedras del fondo de los mares de Taiwán
trozos de lava petrificada de las islas japonesas
cientos de granos de arena de playas hermosas
esculturas y pedazos de caminos andados en India
piedras preciosas de emperadores en la Asia antigua
una columna de la Plaza Roja, pilastras de palacios
la primera y la última piedra colocadas en la muralla China
pilares de mármol, de ónix, azufre de los subsuelos...

Comenzó por tomar con una mano una roca, con la otra sostenía el sable, se dispuso a picar finamente y con mucha delicadeza todo lo que había presentado. Se movía con una agilidad que apenas y se le veía desplazarse. Danzaba alrededor de la montaña de piedras, cantaba al compás del ligero ruido que hacía con su sable sobre la mesa; de un momento a otro, todo había quedado pulverizado. Al término de dos cansados días, recogía la arcilla con leves movimientos para colocarlas en una hoya voluminosa negra, la cual, estaba sostenida por cadenas que descendían del punto más alto del lugar. Calentó con el fuego de cien dragones asiáticos durante siete días y siete noches. Al finalizar, sirvió la sopa en platos del roble más antiguo sobre la tierra, con más de cinco mil años, que fueron tallados por los monjes tibetanos más viejos de esa región. Levantó su platillo cuando apareció el sol naciente del onceavo día. Cuando lo bajó a la mesa, sacó de uno de sus bolsillos un frasco de cristal, el cual traía un polvo muy fino, era su último ingrediente, el secreto, el que daría sazón, se rumoró que en ese frasco se encontraban las huellas de tierras mojadas por las lágrimas de un pueblo azotado por la bomba atómica. Sirvió a cada uno de los comensales la sopa, empezando por los jueces y terminando con los más jóvenes. Todos podían deglutir con mucha facilidad la grumosa, espesa y suave crema del platillo realizado por el asiático. Nadie hablaba, era tan maravilloso su platillo que sólo se oía el movimiento de la lengua sobre los dientes y los labios. Los jueces, con la boca abierta, se pusieron de pie y aplaudieron asintiendo con la cabeza, la gente estaba extasiada, gritaron ovacionando su maestría en la alta cocina, todo mundo le reconocía el gran gusto y exquisitez por saber cocinar la tierra poblada.

Volvieron a apagar las luces, un faro iluminó el rostro del europeo. Su cara era vieja, llena de cicatrices y arrugas, sus manos agrietadas sobre la mesa hablaban los secretos de las tierras peleadas. Miró fijamente al público y soltó un grito tan fuerte que simulaba al de un guerrero feroz y hambriento de sangre que se le es provocado por sentirse invadido. Colocó sobre la mesa el lienzo blanco que limpió el rostro de Cristo y adornó su mesa cuidadosamente con escritos de la Reforma; sacó de inmediato un cofre de madera del que extrajo la lanza del destino. Tras un imperioso silencio, con voz profunda y seria dijo Historia Perdida, el nombre del platillo, y de inmediato enlistó sus ingredientes en lengua hebrea, estos fueron:

escritos de los treinta y dos diálogos de Platón
unas gotas de la cicuta que el mismo Sócrates bebió
escrituras en sánscrito y arameo del antiguo testamento
látigos romanos y una cruz con clavos del atormentado
una corona de espinas y hojas de leyes injustas
pensamientos de filosofía y la primera Biblia
un trono, un cetro, coronas, largas alfombras
armaduras de legendarios caballeros, indulgencias
tratados rotos de paz, una túnica papal
una copa de sangre derramada en guerras
diarios, molinos de viento, relojes de arena
guitarras, violines, pianos y partituras
escudos de armas, obras de grandes artistas
mapas del continente americano, brújulas
una bruja, un inquisidor y un verdugo
un alquimista, un revolucionario y un filósofo
trozos de santos enterrados y de ideólogos olvidados
lanzas, flechas, balas, bombas y llanto de huérfanos niños
corazones de los reyes y emperadores más asesinos
canciones de juglares y oraciones de los desamparados
como ingrediente principal, la hija de fenicia
acompañada con cincuenta mitologías
cuentos, leyendas, melancólica poesía
un puñado de tierra, conjuros y enciclopedias.

Comenzó a prepararlo aplicando sobre él bailes ordenados, acompañados de diferentes himnos de las naciones de su continente, después en tono desgarrador, sentencias de condenas atroces por emperadores; a su vez, movía las manos mezclando el guiso con tal velocidad que sus manos se perdían de vista, ante los espectadores que lo miraban sorprendidos e incrédulos. Todos sus ingredientes fueron mezclados y calentados a fuego lento durante cuarenta días en leña verde de pirul, autorretratos de artistas y las primeras fotografías. Cuando terminó, levantó su platillo y gritaba como si hubiera ganado él solo la tierra peleada por musulmanes, judíos y cristianos. Dio la orden a doce asistentes de servir a todos los comensales su platillo.

De esta forma dio a probar su alta cocina, la gente estaba impactada, pedían más, entre ovaciones y alegría, como si todos hubieran formado parte de un ejército que conquistó el mundo, celebraban y cantaban felices mientras el europeo, serio, sólo escuchaba la gloria de haber trascendido en el arte culinario. Los jueces se veían unos a otros, sonrientes, se pararon de su mesa y fueron a estrechar la mano raída y cadavérica del viejo europeo, se le fue felicitado, pues en su platillo se degustaba la historia que hemos olvidado.

Las luces apuntaron al representante del continente americano, un hombre joven con la piel de mil colores, de mirada profunda, como la de un jaguar negro que protege a sus crías; el tono de su voz era como la del océano que se estrella en una roca. No se puede olvidar su cuerpo que brillaba como las estrellas, tenía él un magnetismo que atraía la mirada de los ciegos. Su rostro… su rostro tenía ese sueño encantado Maya, su cabello se confundía con una selva centroamericana al ocaso. El no utilizó utensilio de cocina, sus manos… sí, sus manos le eran suficientes. En un grito animal dijo el nombre de su platillo, Ensalada Mística, en lengua náhuatl. Enlistó y presentó sus ingredientes ante todos. Agarraba la fruta con mucha suavidad, como los niños que cortan las flores de amapola al sur de México. Esta fruta no puede ser comprada en los mercados, sino que son cultivadas en la imaginación de la mente cuando sueña, y niñas de todos sabores hacen la cosecha. Estos frutos eran:

sandías sembradas al norte de Alaska
ciruelas que se dan en bocas de sirenas
piñas recogidas en las altas cordilleras
limones que se dan en los colmillos de elefantes caribeños
mangos blancos encontrados en los más abstractos nidos
manzanas cultivadas por Quetzalcóatl en el fondo de los ríos
kiwis que nacen en la risa de todos los dioses marginados
naranjas cuidadas por jaguares
tunas arrancadas por serpientes
membrillos que se dan en magueyes
jícamas partidas al caer de las nubes
fresas que se dan cada siglo en los matorrales
cerezas paradisíacas de pechos de mujeres
zarzamoras halladas en la tierra de los gigantes
tejocotes atorados en los hombres más sanguinarios
cocos de palmeras que habitan en la luna
melones tomados de los rayos solares
cacao sembrado en el centro de las vírgenes
extracto de café que toma la diosa de la tierra
maracuyá nacida al término del arcoiris
peras que brotan de una historia sin fin
tamarindos que abren en los maizales
plátanos enterrados en estériles lugares
cañas que nacen en la falda de los volcanes

Enseguida tomó la fruta en sus manos, la aventó, la juntó, la volvió a aventar, la apretó, la enseñó al público, la ocultó después, se revolvió con ella en las sombras, se hizo parte de su esencia. La expuso de nuevo y la colocó enfrente de él, le cantó, le lloró, le rezó, danzó sobre ella; más tarde la mimó, platicó con la fruta, la escuchó también, ellas le decían el secreto de sus jugos, él responde con un fuerte abrazo, como aquél que reencuentra un hijo perdido. Hizo un altar con ramas de abedul y depositó ahí la ensalada. Le agregó por fin, al término de siete lunas y cinco soles, el ingrediente secreto: jugo de lágrimas lloradas en conquistas, polvo de injustas cadenas y sueños… miles de sueños rotos amanecidos tras las batallas en tierra de indios.

Se hizo un gran silencio en los espectadores, sólo se oye una plegaria del americano, esa que sólo se escucha el primero de noviembre en los cementerios de los pueblos. Enseguida sacó a una niña no mayor de edad, de cara virginal y cuerpo de diosa, sobre su vientre inocente puso la ensalada. Él mismo tomó a la niña y la colocó en la mesa de los jueces, el resto, dio la orden a cincuenta y dos leopardos de entregar su platillo al resto del público.

Tan pronto la lengua, de los que asistieron, tocó la ensalada de frutas, quedaban al borde del delirio; todos gritaban, corrían, se enamoraban entre ellos, saltaban, doblaban sus cuerpos, caían al suelo como si fueran semillas, y brotaban de la tierra renovados. Los jueces, en tanto lograron entrar en razón días más tarde, lo felicitaron, la gente seguía gritando extasiada y llena de pasión, algunos, incluso, hicieron canciones en su nombre; los jueces le felicitaron, pues le reconocieron el gusto y el tacto de saber preparar la fantasía, lo místico y lo mágico.

A lo lejos, se escucharon tambores, estruendosos tambores que se acercaron al escenario, y las luces se dirigieron al hombre de África. De piel obscura, entre morada y negra, entre roja y negra, no sé, el tono de su piel era como sacada del barro de las regiones del Congo o de Somalia. Su presencia interrumpió la risa de aquellos que siguieron en la locura del anterior contendiente. Lo miran de forma desagradable, como si él no fuera un humano hermano, como si todos los recuerdos malignos se apoderaran de ellos.

Les regala una mirada lánguida, penetrante, triste, iracunda a su vez, a todos los presentes. Agacha la cabeza, como si no le importara. Sumergido en las caras de desprecio, da el nombre de su platillo y la lista de sus ingredientes en una lengua totalmente desconocida; Sacó tarros de madera que llevaban etiquetas, los filólogos más conocedores rumoraban alguna interpretación acerca de lo que veían escrito en ellas. Entre estos estaban:

Amor, desamor, rencor y odio; lágrimas de mujeres esclavizadas, sudor de los hombres presos, esencias de perdón, de sometimiento, de risas, de alegría, de tristeza y de pobreza; de manos rotas, sangre de la espalda de miles de esclavos, de enfermedades, de curas; granos de pasión, de tirria, de lamento, de rabia, de injusticia, de lástima de sueños, de promesas; semillas de incomprensión, de racismo, de intolerancia, de malas palabras, también de bondad, de compasión, de libertad y de humildad.
En otros tarros también se rumoraba que contenían: mentiras, verdades, contradicciones, miedos, muerte, vidas irreales; el último parecía ser de estupidez y sabiduría.

Puso sobre una gran mesa de piedra, un montón de sal, de hierbas olorosas y encima, un cuerpo estupefacto con un enorme corazón sangrando. La gente estaba asqueada y pedían a los jueces que parara, sin embargo, ellos deciden dejar que prosiga.

Extrajo una gota de cada uno de los recipientes, y los derramó en los genitales, en el ombligo, en la cabeza, en las manos, en las piernas y uno último en el pecho. Acto terminado, se hincó en el suelo, levantó la cabeza, puso los ojos en blanco y abrió las manos. Se paró y comenzó a golpear al cuerpo incansablemente hasta que lo dejó destrozado.
Nadie sabía qué tipo de platillo está preparando, pero en sus caras estaban expresadas un asco infinito.
El maestro de África se acercó a ellos para gritarles e insultarles, sacó de su espalda un látigo y empezó a golpear al cuerpo tendido sobre su mesa. De pronto guardó silencio y rompió en risas amargas; por último, escupió sobre aquél alimento. Lo mostró y lo aventó en pedazos arrancados con sus propias manos a todos. Los comensales y los jueces salieron corriendo, gritando, la mayoría a punto de vómito, otras tantas haciéndolo… En un abrir y cerrar de ojos, el auditorio quedó vacío, sólo se quedó el africano comiendo del plato. Sus contendientes pasaron detrás, blasfemándolo. Claro, nadie pudo felicitarle, pues en su platillo se encontraba el increíble gusto por cocinar la esencia del ser humano.

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