sábado, 6 de marzo de 2010

Cinema


Imaginemos a un hombre… cualquier hombre, ahora vamos a dejarle el cabello entre cano, facciones viriles, traje negro, corbata dorada, con gabardina, buena loción, agradable a la vista. Bien, hagámoslo voltear, miremos su rostro: sí, podemos ver claramente una tristeza infinita en sus ojos, como aquél a quien le han quitado algo muy valioso… un hijo… una madre… un amor… sí.
Ahora vamos a situarlo, busquemos un escenario… un cine puede servir; démosle una circunstancia: está comprometido. Vamos a imaginarlo en algo cotidiano: está esperando en la taquilla del cine a una persona, probablemente mujer, no sabemos si a su prometida, o a un amigo, o un hijo… o a su propia madre. Nombremos un día y hora: miércoles, siete de la noche.
Compliquemos más el asunto: él con entradas, la película por empezar, lo han dejado plantado. Quiere romper las entradas, pero, hace uso de ellas y se dispone a entrar. Ahora su mundo se complica, o se hace más sencillo, como sea, algo va a cambiar después de entrar a la sala, no sabemos para dónde desenlaza su historia, pero siempre hay un momento en el que uno debe decidir, aunque no imaginemos qué efectos tendremos una vez tomada la decisión.

Entré molesto, quizás decepcionado, quizás cansado de tanto esperar, me senté en la butaca a un lado de las escaleras, la sala estaba obscura ya; escuché a mi diestra el sollozo de una mujer: blanca, cabello negro, labios carmesí, abrigo negro, vestido rojo, zapatillas rojas… “es hermosa” –pensé. Saqué de mi saco un pañuelo dorado, lo alcancé a ella, me sonrió, aceptó mi pañuelo, y siguió viendo la película. A mitad del filme la tenía a la butaca siguiente, realmente no me di cuenta en qué momento cambió de lugar, pero sostuvo mi mano sin titubear, dio un ligero apretón, volteé a mirarla, volvió a sonreír; el delineador lo traía corrido, con la otra mano limpié sus mejillas, no hizo nada, sólo me miraba, a veces dejaba de sonreír, otras lo hacía inclinando su cabeza hacia abajo.
Antes de terminar la película se paró, me dio un beso en la mejilla, y me dijo: "te veo el próximo miércoles a la misma hora". Se fue… quedé perplejo, tardé algunos segundos en reaccionar y salir a buscarla, pero fueron suficientes para no dar con ella en la salida.
Llegó miércoles, y con él, los seis siguientes meses, con ellos, su presencia, nunca su nombre, sólo ella. A veces nos abrazábamos durante la película, otras sólo se recostaba en mi hombro, con los brazos entrelazados sobre las piernas, algunos miércoles quería saber de ella y preguntaba, pero esos miércoles ella sonreía y decía “no rompas el encanto”. A ella siempre le gustaba irse antes de terminar la película, y un día la alcancé en el pasillo para preguntarle por qué no se quedaba para luego ir por un café; me contestó “me gusta dejar el final para la imaginación, una obra de arte no debe concluir, el final debe ser abierto; no me sigas, no hoy, un día vas a querer tenerme a tu lado, y un día voy a querer irme del tuyo, dejemos que las cosas sigan sucediendo… sin final”. Me sonrió y me dejó parado a la mitad del pasillo, quise seguirla ese día, pero no insistí; los miércoles se volvieron para mí los días más esperados de la semana, no falté a ninguno, tampoco ella. Había días que llegaba muy triste, y le daba un pañuelo, había otras que estaba muy alegre, y me enternecía con caricias en mi cara, en el pecho, de vez en cuando se le iba darme un beso, otras, me preguntaba si vendría el siguiente miércoles.
Quizás presos de la imaginación, de la fantasía, una noche de miércoles llegó tarde, casi al final, se metió a la sala, se dirigió a mí, me tomó de la mano y me pidió la acompañara. La seguí sin pensarlo, a la salida de la sala me puso contra la pared y me dio uno de esos besos que te dan cuando eres adolescente y que jamás olvidas. Mirándonos, caminamos hasta la salida y paramos un taxi. Le abrí la puerta, entró, y sin soltar mi mano me pidió subir con ella. Le dio de inmediato una dirección al chofer, nos vio por el retrovisor, y comenzó a conducir. No hablaba ella, yo sólo miraba la calle, pero sentía sus ojos clavados en mí, sonreí, creo que vio mi sonrisa por el reflejo del cristal, y me mandó un beso. Sonreí, volteé y dije: “no debo preguntar a dónde nos dirigimos ¿verdad?” Sólo me devolvió la sonrisa y colocó un dedo sobre mi boca.
Llegamos a un hotel, bajamos, nos metimos, pagó la habitación, se fue al elevador con la llave en la mano, nos metimos al ascensor, se aventó a mi cuerpo queriendo escalarlo, llegamos, salimos, me dio la llave, busqué con la mirada la habitación, sudaba, metí la llave a la chapa, le abrí la puerta, entró, se fue a la ventana, a lado de la cama, yo colgaba mi saco, cuando miré a ella, estaba ya en ropa interior. Dejó la espalda descubierta, vestía solamente una tanga negra traslúcida, su cuerpo blanco, su cabello negro, sus labios carmesí… y toda ella ahora de espaldas a la ventana mirándome. Sin vacilar me acerqué a su cuerpo, su aroma a cítricos; temblábamos, sudábamos, me sentía torpe, me sentía desesperado, me aventó a la cama, se subió en mí, me tomó de la corbata con una mano, me besaba apresurada, ponía mis manos en sus nalgas, me desvestía con la otra mano, tomó mi miembro, se deslizó sobre mí, me desvistió, puso mi pene en su boca, me arañaba el pecho, mis muslos, acariciaba su cabello, se puso sobre mí, dimos la vuelta sobre la cama, quedé arriba de ella, una mano sostenía su cara, la otra tomaba su pierna, la penetré con cuidado, ella estaba mojada, estrecha, temblando, me miraba fijamente, como un niño a quien van durmiendo antes de una operación. Estuvimos toda la noche tomándonos, sin hablar, a veces me abrazaba, a veces gemía, a veces gritaba, a veces me encajaba las uñas… pero sólo una vez me dijo: “¿me amarás cuando amanezca?”
En algún momento de la mañana me quedé dormido, cuando abrí los ojos ella se había ido. Salí desesperado, con el pantalón puesto y el torso desnudo, pregunté en recepción si la vieron irse y para dónde, me dijeron que se había retirado un minuto antes, que un taxi vino por ella y que si había tenido algún problema… “sí, no se despidió, ese es mi problema”.
Al siguiente miércoles fui a la sala donde nos encontrábamos… pero han pasado seis meses más, y ni los estrenos ni los meses me la han traído de vuelta. “¿Dónde estás?”

Ahora imaginemos a un hombre… cualquier hombre, vamos a dejarle el cabello entre cano, facciones viriles, traje negro, corbata negra, buena loción, agradable a la vista. Bien, hagámoslo voltear, miremos su rostro: sí, podemos ver claramente una tristeza infinita en sus ojos, como aquél a quien le han quitado algo muy valioso… un hijo… una madre… un amor… una idea… una emoción… sí.

2 comentarios:

Lilith Lalin dijo...

"dejemos que las cosas sigan sucediendo… sin final"

Que intenso encuentro furtivo.

Muy bueno, ya me dieron ganas de ir al cine, de buscar alguna historia XD

Saludos

Pluma de Fénix Negro dijo...

jajajaj yeah! sí, sigamos saliendo a cazar historias.

Besos