domingo, 25 de marzo de 2012

Prima nocte


En algún lugar; se me antoja una noche: viejo hotel, de interiores blancos y puertas rojas. Dentro de la habitación un balcón con herrería vieja, una cama con sábanas a medio usar. El cuarto una suite en París, el cliché célebre para historias amargas. Aunque esta no es una de esas.
Dos amantes que se encuentran, tienen la hora acordada, está acordonada cada sábado en punto de las nueve. Él llega primero, pero en esta ocasión, ella estaba ya esperándolo. Su vestido rojo, maquillaje con sombras negras, labios carmesí, zapatillas de tacón de 15 centímetros, negros. El cabello suelto, hacia atrás, sostenido por un sombrero femenino de época. Él de traje negro, camisa blanca, un poco mojado por la lluvia. Se quitó el abrigo, lo dejó en el perchero y camina hacia ella, la envolvió por la cintura, le puso un beso en la mejilla y dejó caer el rostro entre el cuello y su hombro.
Se conocieron en cualquier lugar, eso no importó con el tiempo, quizás en un café, en un restaurante, sólo saben que los dos en esa ocasión algo buscaban, se les olvidó qué era, y entonces sucedió la primera promesa que él rompería: hablar.
Ella giró hacia él, le arrebató la ropa y él también hizo lo propio con ella, se besaron como en el primer encuentro, así de largo, chupando sus lenguas que abrasaban infernales, como un tango suave que se escucha con un antiguo tocadiscos, o un fonógrafo, quizás. Él miró un anillo con una piedra que brillaba con luz propia, y se reflejaba exacto en las paredes… se detuvo víctima de los celos, le sostuvo las muñecas, apretándoselas, la odio tanto en un segundo que le perdonó con una lágrima. Se desplomó sobre sus rodillas al suelo, la abrazó acomodando la nariz en su vientre, lloró amargamente, exprimiendo los ojos hasta doler, arañando sus caderas hasta casi querer golpearla. Cerró los puños y deslizándolos sobre los muslos de ella le pidió que no lo hiciera, que no se fuera…
Ella lo tomó de los codos, levantándolo, hacía una mueca desesperada y decepcionada, su mirada se torno fría, y vuelta un témpano de hielo, le sonrió, acarició aquél rostro angustiado, le miró profundamente, como si tomara una fotografía en blanco y negro, se despidió con un beso sobre la frente, de aquellos que se narran con un dibujo a lápiz. Tomó su ropa y se retiró desnuda, firme sin voltear atrás. Al cerrar la puerta, él sintió como se calentaba su corazón, incendiándose se golpeó contra los muros, como si estuviera oliendo el perfume que dejó impregnado en la habitación: a cítricos que se confunden con tabaco. Se dirigió al balcón para observar como la ciudad se la llevaba en un taxi, donde siempre la vio llegar, donde ella lo veía desde abajo y se retiraba sus grandes lentes obscuros como si quisiera asegurarse de que fuera él y no otro quien estuviera esperándola.
Ella jamás regresó, pero un día, después de 20 años, la vio pasar de lejos de la mano de otro hombre que tomaba su mano, que la miraba con un brillo similar a la de un infante descubriendo el mundo. Él sólo sonrió y devolvió su cara a quien le sabía morir porque el tiempo es así, porque la vida es efímera, como su amor de frente al viejo hotel que estaba en ruinas.

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