domingo, 9 de septiembre de 2007

Concurso Mundial de Gastronomía


¡Que vengan todos! Los cocineros, las cocineras, los glotones, los de paladares exigentes, los de anchos corazones, ¡que vengan! Los pensadores, los críticos, las bocas hambrientas. Serán bienvenidos, todos, en el certamen mundial de gastronomía.
El reloj ha hecho sonar las campanadas, abren las flores, abren las puertas, salen los jueces, suenan las fanfarrias; los concursantes parados se encuentran ahora frente a las mesas…
Se abre el gran concurso, presentando sus platillos: “Tierras Añejadas”, “Historia Perdida”, “Ensalada Mística”, “Humanidad”; son estos los títulos de los platillos a preparar.
Los comensales han ocupado ya sus lugares y miran curiosos a los maestros de la comida;
los representantes de cuatro continentes dispuestos están ya a deleitar hasta al más exigente paladar con su alta cocina.
Las luces iluminan primeramente al de Asia, quien presenta Tierras Añejadas… Todos prestan atención, la gente está inmutada, se concentra el misterio, se preparará una sopa.
El asiático desenvaina una gran sable de plata, la cual solía pertenecer al más importante samurai. Este hombre pequeño, pero de gran habilidad, es capaz de partir en dos hasta el más duro volcán.
Coloca sobre la mesa su prodigiosa hoja de cortar y alrededor de la mesa los materiales a ocupar. El del continente más grande en extensión territorial dará la lista de los ingredientes a degustar, estos serán:

una roca abstraída de la gran muralla china
piedras del fondo de los mares de Taiwán
trozos de lava petrificada de las islas japonesas
cientos de granos de arena de playas hermosas
esculturas y pedazos de caminos andados en india
piedras preciosas de emperadores en la Asia antigua
una columna de la plaza roja, pilastras de palacios
pilares de mármol, de ónix, azufre de los subsuelos...

Comienza a cocinar el hombre de baja estatura pero de corazón enorme y frondoso cual roble:
Empieza por tomar con una mano una roca y con la otra sostiene el sable; se dispone a rebanar con gran delicadeza, apoyándose de su gran técnica.
Acabando el corte de piedras, empieza a mezclar, comienza a moverse con gran agilidad, danza alrededor de la montaña de piedras y picando a las mismas hasta quedar pulverizadas.
Al término de dos cansados días, recoge la arcilla con leves movimientos y las coloca en una hoya voluminosa y negra, la cual estaba sostenida por cadenas que descendían de lo más alto del lugar donde estaban; calentó durante siete días y siete noches con las llamas de cien asiáticos dragones. Al término, sirvió la sopa en un tazón enorme el cual estaba hecho del más antiguo árbol; antes de dársela a los jueces, su platillo levantó, al bajarlo, una caja de cristal con un frasco dentro sacó; al extraerlo, vertió sobre sus manos un polvo fino, de huellas en tierra mojada por lágrimas era éste polvillo; ofreció, por fin, el tazón a los exigentes catadores, y el resto de lo habido en la hoya, a los demás comensales.
Todos los presentes podían deglutir con facilidad la grumosa, espesa y suave crema de la sopa hecha por el hombre de Asia… Con la boca abierta, y asintiendo con la cabeza, toda la gente extasiada se encontraba; los jueces, poniéndose de pie y en alto sus palmas, le aplaudieron, pues le reconocieron su gran gusto por la Tierra poblada.
Le llegó el turno al serio hombre viejo europeo; él está por preparar su “Historia Perdida”. Se dirigieron prontamente las luces hacia su mesa, y la gente, extrañada, lo miraba desde sus bancas. Éste misterioso viejo pegó un grito al cielo como quien guerra provoca se le es visto.
Saca de un hermoso cofre la lanza del destino, éste será el utensilio divino para cocinar su platillo. Coloca sobre la mesa un extenso lienzo blanco al cual lo forra con el manto con el que se limpió Cristo; lo adorna cuidadosamente con escritos de la Reforma, ¡silencio todos! El viejo europeo sus ingredientes enlista:

escritos de los treinta y dos diálogos de Platón
unas gotas de la cicuta que el mismo Sócrates bebió
escrituras en sánscrito y arameo del antiguo testamento
látigos romanos y una cruz con clavos del atormentado
una corona de espinas y hojas de leyes injustas
pensamientos de filosofía y la primera Biblia
un trono, un cetro, coronas, largas alfombras
armaduras de legendarios caballeros, indulgencias
tratados rotos de paz, una túnica papal
una copa de sangre derramada en guerras
diarios, molinos de viento, relojes de arena
guitarras, violines, pianos y partituras
escudos de armas, obras de grandes artistas
mapas del continente americano, brújulas
una bruja, un inquisidor y un verdugo
un alquimista, un revolucionario y un filósofo
trozos de santos enterrados y de ideólogos olvidados
lanzas, flechas, balas, bombas y llanto de huérfanos niños
corazones de los reyes y emperadores más asesinos
canciones de juglares y oraciones de los desamparados
como ingrediente principal, la hija de fenicia acompañada con cincuenta mitologías
cuentos, leyendas, melancólica poesía
un puñado de tierra, conjuros y enciclopedias.

Comienza, entonces, el guisado de “Historia Perdida,” empieza por aplicarle sobre él bailes ordenados acompañados de himnos en diferentes idiomas y cantando en tono desgarrador sentencias de condenados; a su vez, movía sus manos mezclando el guiso con tal velocidad que sus manos se perdían de vista ante los espectadores que lo contemplaban, sorprendidos y curiosos por no creer la verdad y mentira que se exponía. Todo esto lo calentó a fuego lento durante cuarenta días con leña de pirul, autorretratos de artistas y fotografías; al término, levanta, con ayuda de doce personas, su gran platillo. Estos doce comienzan a gritar en signo de victoria en una cruzada.
Dio a probar, así, su alta cocina ante los jueces, mientras es servido el resto por su séquito doce; la gente, impactada por el sabor exquisito, comenzaron a pedirle más al europeo ya reconocido. Todo mundo hablaba del buen sabor del extraño platillo; los jueces, incrédulos aún por el sabor único degustado, estrechaban sus manos agrietadas y deterioradas; lo han felicitado pues probaron de él su gran gusto a la historia que se olvida.
Le vino entonces la oportunidad al americano; un hombre joven con piel de mil colores, de mirada tan profunda como la de los animales, con un tono de voz tan natural como la del océano. Al alumbrarlo, su cuerpo brillaba como las estrellas y poseía un cierto magnetismo que acaparaba miradas, reflejaba en su rostro ese sueño encantado Maya… Estaba por presentar su “Ensalada Mística”. Sus manos serían el instrumento de cocina, no usaría artefactos creados por los hombres, pues él es de esos hombres que se confunden con la selva, es de esos seres mágicos creados por alucinaciones.
Pone sobre la copa de un frondoso árbol exótico, un montón de frutas cosechadas en paraísos, de esas frutas que nunca encuentras en los mercados, de esas frutas que sólo son recogidas por los gnomos, duendes y niños. Entre el montón de frutas se encuentran:

sandías sembradas al norte de Alaska
ciruelas que se dan en bocas de sirenas
piñas recogidas en las altas cordilleras
limones que se dan en los colmillos de elefantes caribeños
mangos blancos encontrados en los más abstractos nidos
manzanas cultivadas por quetzalcoatl en el fondo de los ríos
kiwis que nacen en la risa de todos los dioses marginados
naranjas cuidadas por jaguares
tunas arrancadas por serpientes
membrillos que se dan en magueyes
jícamas partidas al caer de las nubes
fresas que se dan cada siglo en los matorrales
cerezas paradisíacas de pechos de mujeres
zarzamoras halladas en la tierra de los gigantes
tejocotes atorados en los hombres más salvajes
cocos de palmeras que habitan en la luna
melones tomados de los rayos solares
cacao sembrado en el centro de las vírgenes
extracto de café que toma la diosa de la tierra
maracuyá nacida al término del arcoiris
peras que brotan de una historia sin fin
tamarindos que abren en los maizales
plátanos enterrados en estériles lugares.

Tomando la fruta en sus manos, la avienta, la junta, la vuelve aventar, la aprieta, la enseña al público, después la oculta, se revuelve con ella y son lo mismo en esencia. Se separa de ella, le canta, le llora, le reza, danza sobre ella, la mima, platica con la misma; parece como si la fruta fuera su primogénita hija, pues la abraza, la besa, y le arma con ramas un altar… A todo esto le da su toque final: le pone jugo de lágrimas lloradas por conquistas, polvo de injustas cadenas y miles de sueños rotos amanecidos tras las batallas.
Se acomoda un gran silencio entre los espectadores, se oye la plegaria suave que se pregona en atardeceres, le ha tomado realizarlo en siete lunas y cinco soles, y lo pone ahora sobre un vientre plateado inocente.
Por fin lo entrega al asombrado jurado y el resto es deliberado por leopardos; su ensalada ha dejado a los comensales al borde del delirio, todos los presentes gritaban, corrían, perdían la cordura. Se le felicita con estruendosos aplausos cantos y demás circo, pues encontraron en él ese gusto único por la fantasía y lo mágico.
Y se oyen los potentes y ensordecedores tambores africanos, el turno le ha llegado a esta persona de piel obscura; las luces se han fijado en él, interrumpen las risas, todos lo miran como si no fuera un hermano… Este hombre con mirada penetrante, triste, les regala una engañosa sonrisa amable; agacha la cabeza, parece no importarle, seguro ha de pensar: “al fin y al cabo, humanos”. Sumergido en el desprecio, comienza a cocinar su platillo llamado “humanidad”, nos deleitará. Pone sobre una gran mesa forjada en Somalia, un montón de cebollas, sal y olorosas hierbas; encima, coloca un cuerpo estupefacto y un enorme corazón crudo aún sangrando; alrededor, pone frascos etiquetados con nombres realmente extraños.
Casi no se alcanzan a vislumbrar las letras, pues están escritas en alguna lengua desconocida.
La gente, por otro lado, se le encuentra asqueada y los jueces deciden dejar que proceda… Se rumora que en algunos de sus frascos se encontraban depositadas:
amor, desamor, rencor y odio, lágrimas de mujeres esclavizadas, sudor de los hombres presos, esencias de perdón, de sometimiento, de risas, de alegría, de tristeza de pobreza, de mil sueños rotos, de enfermedades, de curas; granos de pasión, de tirria, de lamento, de rabia, de injusticia, de lástima de sueños, de promesas; semillas de incomprensión, de racismo, de intolerancia, de malas palabras, también de bondad, de compasión, de libertad y de humildad.
En otros frascos también se rumoraba que contenían: mentiras, verdades, contradicciones, miedos, muerte, vidas irreales; el último, parecía ser de estupidez y sabiduría.
De todos estos frascos extrajo una gota de cada uno, derramó las gotas en los genitales, en la boca, en las manos, en las piernas, en la cabeza, en el pecho y, colocó la última gota, en su encerrada alma. Se ha hincado en el suelo, levanta la cabeza, pone los ojos en blanco y pone las manos abiertas, al corazón lo agarra y contra el suelo lo estrella, al cuerpo, incansablemente lo golpea y lo destroza… Nadie sabe qué clase de platillo está cocinando, pero se logra ver en las caras del público cierto repudio.
El maestro de África los insulta, pierde compostura; después, guarda silencio y rompe en risas amargas; por último, escupe sobre aquél alimento, lo muestra y se los avienta a todos. Los comensales y los jueces, salen corriendo, gritando, la mayoría a punto de vómito, otras tantas haciéndolo… En un abrir y cerrar de ojos, el auditorio vacío ha quedado, sólo se quedó el africano comiendo del plato. Sus contendientes pasaron detrás, blasfemándolo. Claro, nadie pudo felicitarle, pues en su platillo se encontraba el increíble gusto por saber cocinar la esencia del ser humano.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Alo ca Va? j'éspére que oui, tu sais bien qui a laisser cett' opinion.
Hola, reconci muchos de tus poemas, sin duda ese es tu fuerte y puedo decir que eres el único hombre que me ha escrito poemas que podrían ser sonetos.
Pero la vida es curiosa y yo impulsiva, me apreso otra bandera tricolor, la tour Eiffel, La Bastille, La Place de la Vêndome, y varias cosas más de la ciudad que ahora es mi hogar.